Veintiún horas en punto. El “Domo de Cobre” se ensombrece
anunciando la presencia de su Dama de
Hierro. Comienzan a sonar los primeros acordes de If eternity should fail y las 20 mil almas presentes claman por
cinco ancestros que ensordecerán el recinto de la Mixuca, teniendo como
escenario la recreación de una selva
maya y un calendario azteca en tributo al respetable.
El multifacético Bruce Dickinson hace estallar sus agudos
con Speed of light y Children of the Dammed, retorciendo sus
cuerdas vocales; el headbanging y los
coros humanos detonan en cada estrofa, imponiéndose así el primer momento cumbre
de la noche. “Hola, es maravilloso estar con ustedes, gracias por venir”, expresó
el también piloto aviador.
Momentos impasibles recorrieron el Palacio de los Rebotes, que inexorablemente jugó su malvado papel:
disonancia musical, estruendo, dispersión del sonido y un constante vaivén de
notas malogradas por el eco resonante, propio de la pésima acústica del lugar. Tears of a clown y The red and the black sufrieron las peores consecuencias, pues no
pudieron ser coreados por un público que en realidad esperaba escuchar los
grandes clásicos de la banda.
Un segundo momento de éxtasis llegó: Dickinson aparece con
una máscara del legendario luchador Blue Demon, justo al entonar Powerslave y recorrer cada parte de la escenografía
prehispánica, entregándose por completo a la cultura milenaria que nos arraiga.
Flamas por doquier, Chichén Iztá como telón de fondo y la
mascota Eddie se hace presente con sus tres metros de altura, portando un taparrabos
y un mazo, mismo que es lanzado al público justo en los últimos acordes de The Book of Souls.
Impredeciblemente, a media velada, el clímax tomó significado.
Hellowed be thy name rompió cualquier
silencio reprimido; el choque de campanas anunciaban el subsecuente slam y el derrocamiento de energía por
parte de los fans, provocando por momentos un mosh pit incontrolable, que a su vez motivó la salida en manos de
algunos metaleros por sofocamiento.
Sin tregua, Iron Maiden calibró los primeros riffs de un emblema: The Trooper. Bruce desquició a la multitud vestido de rojo y ondeando la bandera del Reino Unido, representando la ya afamada portada del disco homónimo.
Steve Harris, líder indiscutible de la banda, acompañó en todo momento el despliegue musical de sus compañeros. Fear of the Dark no fue la excepción. Los cánticos humanos hicieron vibrar “la esfera metálica” de Iztacalco, poniéndole la piel de gallina a más de uno; el piso se cimbró, la mallas de seguridad rechinaron, los vasos de “cerveza” volaron por los aires y ese miedo a la obscuridad desapareció por completo.
Instantes después, Luzbel encarnó en un demonio inflable justo detrás del escenario. Sin más preámbulos, “El número de la Bestia” ensordeció el aposento en cada “Six… six, six…”, lo cual provocó la euforia de “true metals”, chavo-rukos, padres de familia, jóvenes y hasta menores de edad, quienes al termino del infernal tema, cantaban al unísono: “¡Oleeeeé, oleé, oleé! ¡Maideeen, Maideeen!”
Tras el foco rojo, el heavy metal dejó de escucharse tan “heavy” y se tornó más bien “light”. Después de algunas canciones interpretadas sin pena ni gloria, los sexagenarios se concentraron en tocar temas poco o nada conocidos por la mayoría. Sin embargo, los londinenses se despidieron de México con dos clásicos: Blood Brothers y Wasted years. Empero, la exigencia es fuerte: muchos articulamos la ya chocante pero muy válida frase de “faltaron rolas…”
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